«El regreso con las madres y los niños será lo más duro», explica Fúnez, el portavoz de la caravana de taxis con dirección Ucrania

Alguien lanzó a la atmósfera una expresión de las que excitan impulsos inmediatos: «No hay huevos». Fue en medio de un grupo de taxistas que esperaban turno de carrera en la bolsa de taxis de la Terminal 4 del Aeropuerto Adolfo Suárez / Madrid-Barajas. «No hay huevos». Y una semana después -el pasado viernes- un convoy de 30 taxis de la Comunidad de Madrid emprendió ruta a Polonia para traer hasta aquí alimentos, medicinas, pañales y ropa. Un cargamento de ayuda -20 toneladas- en apoyo a las ONG que llevan 18 días trabajando en distintos puntos de la frontera polaca con Ucrania -a cada hora más encanallada-. Son 2,5 millones de personas despavoridas (cifra oficial) las que desplaza esta guerra infame (como todas) desatada por Rusia y que hasta ahora devasta un país invadido. El cerco a Kiev, la destrucción de Mariupol, el asedio a Odesa y tantos escenarios siniestros que deja el avance del ejército ruso hace prever que la cifra de emigrados forzosos se duplicará. El dolor es ahora la máxima contaminación de esta parte de Europa. También el miedo. Y la incertidumbre que Putin ha inoculado al mundo.

Al frente de la expedición está José Miguel Fúnez, de la Federación Profesional del Taxi de Madrid. Un tipo amable, magro, incombustible. «Tenemos claro a lo que vamos. Y la respuesta de la gente cuando ha sido espectacular, pero mover una caravana así no es fácil. Los inconvenientes surgen a cada rato. Aunque el problema mayor son los cambios de ruta que nos sugieren. Nuestra idea original era llegar a la ciudad de Przemyl, donde está uno de los puntos de salida más importantes de ciudadanos ucranianos hacia Polonia, pero no vamos a poder llegar». Esta ciudad, de 66.000 habitantes, acoge ahora a 400.000 refugiados. El caos hace señales.

La frontera no es ya un lugar seguro. Los ataques rusos cerca y las mafias de trata de mujeres y niños, más los buitres humanos que se alimentan del pillaje, obligan a decidir alternativas imprevistas sobre la marcha: «Nos propusieron después que mejor fuésemos a Cracovia, pero ayer [por el sábado], a mitad de día, nos solicitaron que subiésemos a Varsovia. Nos hemos cruzado con bastantes camiones militares y con algunos tanques que van en dirección contraria a la nuestra… Dicen que si acercamos el convoy a la frontera no pueden garantizar nuestra seguridad, así que vamos a la capital y de ahí nos desplazaremos a un centro de refugiados que está a unos pocos kilómetros de la ciudad».

«Tenemos claro lo que vamos», resuelve el portavoz de la expedición

Fúnez habla a todas horas con el móvil. Improvisa una urgente trigonometría diplomática cruzando mensajes y conversación con personal de la embajada, representantes de ONG y periodistas enviados a la zona de conflicto. Cada cual da su información precisa. Y todos coinciden en la misma: a la frontera no. Él registra y decide. 29 coches esperan sus instrucciones. Apunta en un cuaderno la ruta de cada jornada y las llamadas pendientes. Salieron de Madrid a las 15.00 horas, cuatro días atrás. Casi 70 profesionales (mujeres y hombres) se reparten en los vehículos, con dos conductores por coche para ir relevándose. Llevan 30 horas de conducción con paradas breves para repostar y comer algo: tortilla, pan, embutido, agua. La gasolina está disparada. Esto ocupa un buen rato de las conversaciones. Han pasado cuatro fronteras: Francia, Luxemburgo, Alemania y Polonia. Van todos a una, como un solo cuerpo. Hay momentos de euforia y picos de silencio. Cada cambio en el itinerario excita las conjeturas. Y acelera los pulsos. Pero todos están convencidos de que debían hacer este viaje. Todos seguros. Todos callados. Uno por uno. En la retaguardia traen una autocaravana. Duermen, cuando duermen, en hoteles de carretera. El propósito es dejar la mercancía donada por asociaciones de taxistas, particulares y comercios, y hacer el viaje de vuelta con un centenar de desplazados, mujeres y niños, minuciosamente documentados. Otros 3.000 kilómetros hasta el centro de acogida creado para dar cobijo a los refugiados de Ucrania.

«Esto será lo más duro: el regreso con las madres y los niños», dice Fúnez. «Imagino el dolor que traen. La angustia. El desconcierto. Han salido con lo que tenían a mano. Han salido solas. Han dejado a sus hermanos, a sus maridos y a sus padres en una guerra. Por eso nuestra obligación es darles tranquilidad, darles apoyo, darles seguridad en un viaje de dos días por carretera camino de un país que, quizá, la mayoría desconoce». Ese momento empezará hoy lunes. Y nosotros lo haremos con ellos en este convoy que ha llegado sorteando inconvenientes, sobresaltos e insomnios, a veces demasiados para un propósito estrictamente noble: por principios, por sentido solidario, por honor.

Descansaron el sábado en varios hoteles de Leipzig. El convoy impresiona: una larga oruga mecánica desplazándose a unos 100 kilómetros por hora. Imposible adelantarla de un solo golpe de acelerador. Los taxistas de Madrid llevan por fuera las señales del cansancio. Y aún queda el regreso. Las radios españolas sintonizadas dispensan malas noticias de esta guerra. Ellos mantienen en alto el ánimo con bromas y golpes de humor por el circuito cerrado con el que se comunican de coche a coche. En algún momento, las dificultades de suministro para llenar los depósitos en las gasolineras del camino activaron el temor de que el convoy pudiera reducirse. O dar la vuelta. Pero no. Ni aunque la gasolina alcance precios siderales. Varias averías mecánicas también lastraron la marcha. Todo está siendo difícil, pero estos 70 taxistas (mujeres y hombres) están seguros de que el regreso no pueden hacerlo, ahora sí que no, sin el centenar de pasajeros angustiados que aún desconocen. A las 15.37 de ayer entraron en Varsovia.

El Mundo

Últimas noticias

Call Now Button